Ahora que lo recuerdo, Armand Obiols dijo lo mismo de Lluís Companys en un texto escrito en el exilio que está recogido en Burdeos 45, un volumen corto, pero brillante, que me ayudó muchísimo a plantear mi biografía. Obiols describía al presidente mártir como un hombre que tergiversaba las palabras para buscar la aprobación del público y que después se encastillaba en un orgullo trágico y vanidoso cuando la realidad lo contradecía y lo ponía contra las cuerdas.
La situación de la mujer ha cambiado y, si Vladímir Putin no lo impide, estas comparaciones sonarán cada vez más extemporáneas. La voluntad de poder de las señoras cada día tiene más mecanismos para no acabar como una fachada vacía, hecha de frustración o de ira. Aún así, las sublimaciones del complejo de inferioridad que se derivan de las situaciones de impotencia y de represión siempre serán un escollo peligroso para los colectivos que luchan para liberarse.
En 1939, Sebastian Haffner anticipó el desastre de Alemania siguiendo esta sola idea. Historia de un alemán es un libro perfecto para entender por qué el amarillismo se ha apoderado de Catalunya. Cuando Haffner dice que los alemanes no tienen sufiente cultura para saber qué hacer con la libertad, cuando advierte sobre los abusos del lenguaje o habla de la mezcla de sentimentalismo y de inseguridad que convirtió la cultura germánica en un castillo de arena, habla de todo lo que representa el procesismo.
En vez de ponerse una fotografía de Churchill en el bolsillo de la americana estaría bien que el presidente Torra tratara de articular un discurso más elevado. Para las banalizaciones ya tenemos a Inés Arrimadas con vestido de noche en el Parlamento o los titulares de La Vanguardia. No sólo no ganaremos nunca al Estado español con amuletos simbólicos y discursos de brujo; sin una idea elaborada de cómo los catalanes tienen que afrontar el mundo que viene, la globalización nos pasará por encima.
Mientras discutimos sobre cruces y lazos amarillos, el mundo gira hacia la geopolítica de la bomba atómica y de los valores fuertes, otra vez. Pablo Casado puede parecer de plástico, pero su aparición está más en línea con la historia que los políticos catalanes que se indignan con sus discursos. Estamos a un paso de encontrarnos como en el final del pujolismo, cuando Aznar trabajaba para centralizar España en torno a una idea de modernidad y el nacionalismo catalán todavía vivía como si el móvil e internet no hubieran fulminado el fax.
Incluso aunque no utilizáramos Churchill sólo para presumir, como hace el presidente Torra, el viejo premier británico ya no puede salvarnos. La guerra ya no es lo que era y el héroe de 1940 forma parte de una época que ha agotado sus principios y sus estrategias. Hay un mundo por inventar y, como diría Xavier Servat, Catalunya puede tratar de dominar intelectualmente Europa o puede seguir discutiéndose con Tabàrnia, cosa que lleva a un fracaso más seguro y de paso es mucho más cómodo.
Cuando empezó el proceso, teníamos todos los números para dar esperanza a Occidente y hasta ahora sólo hemos contribuido a aumentar el caos y la confusión. Mientras los políticos independentistas no integren el mundo en su discurso, mientras no demuestren un mínimo de curiosidad por el papel de Rusia y de China o por el impacto de la inteligencia artificial en la política y en la guerra, iremos vendidos y no superaremos el victimismo. Si sólo sabemos aportar vacío y rituales sentimentales en el mundo, difícilmente encontraremos un lugar entre el resto de países.
Enric Vila