martes, 15 de septiembre de 2015

La pesadilla catalana




Artur Mas y su mujer en el acto del pasado sábado | EFE


El otro día tuve una pesadilla que me mantuvo insomne durante varias horas. El 27-S perdían los independentistas. Mas se retiraba a su casa. El proceso catalán de desconexión de España se iba al garete. Se disipaba el peligro inminente de secesión. Los partidos nacionales brindaban con champán. Los catalanistas se abrían metafóricamente las venas. Las esteladas dejaban de decorar los balcones de la avenida Meridiana. La integridad nacional, después de superar el match ball de las elecciones plebiscitarias, quedaba aparentemente a salvo.
Cuando me desperté, empapado en sudor frío, le di gracias al cielo por el hecho de que todo hubiera sido un mal sueño. Recordé las encuestas que se han publicado hasta ahora para reconfortar mi ánimo: las cuatro últimas, afortunadamente, coincidían en que la lista de Juntos por el Sí alcanzará con la ayuda de las CUP uno o dos escaños más de los necesarios para controlar la mayoría absoluta del Parlament. Me tranquilicé. Todo va a ir según lo previsto: el mismo día en que los nuevos diputados tomen posesión de sus escaños realizarán una "proclamación solemne" para anunciar el inicio de la creación del "Estado catalán". La primera decisión del nuevo gobierno consistirá en "abrir las negociaciones con el Estado español para hacer efectivo el mandato de las urnas". Las embajadas de la Generalitat se lo comunicarán a la UE y a los líderes internacionales y los intelectuales de la causa empezarán a redactar, de manera participativa, la nueva constitución catalana, que finalmente será sometida a referéndum en las cuatro provincias 18 meses después. Confié en que esta vez los demóscopos no se equivocaran en el pronóstico y me volví a dormir, esta vez con placidez beatífica.
La razón por la que el fracaso de los independentistas sería una pésima noticia para quienes defendemos la idea de España como proyecto nacional es sencilla: si se produce no hay ninguna duda de quevolveremos al chantaje habitual de los perdedores, a la cesión insensata de los vencedores, al abandono a su suerte de los catalanes que quieren seguir siendo españoles y a la consolidación de un panorama de derrota segura. El fracaso de los independentistas sólo serviría, me temo, para prolongar el plazo de esa especie de rendición diferida en que andamos metidos desde hace más de tres décadas.
Lo primero que ocurrirá es que Ciudadanos, en su calidad de partido nacional más votado, ofrecerá un pacto de colaboración al resto de las formaciones no independentistas para mandar a la oposición a los que llevan cuarenta años en el Gobierno. Pero, para desánimo general de la mayoría, pinchará en hueso.
Podemos dirá que con la derecha no va ni a la vuelta de la esquina y se ofrecerá voluntario para subir al monte sagrado donde los sumos sacerdotes de Convergencia han levantado el santuario de adoración a los ídolos de la República Catalana. Dirá que sube para convencerles de que abandonen el paganismo. Y, naturalmente, fracasará. Le pasará lo mismo que le pasó al PNV cuando subió a Estella para bajar del monte a Batasuna. Como ya sabemos, allí siguen ambos, hasta la fecha, haciéndose mutua compañía.
El PSC dirá lo mismo: que con la derecha no va ni a coger setas, y menos con la derecha españolista y rancia que representan Arrimadas y Albiol. Sacará de su viejo baúl el discurso del federalismo asimétrico, de la nación de naciones, del derecho a decidir, y regresará a las posiciones que le hicieron despeñarse, fracasado el tripartito que abanderó Maragall, por el abismo de la nada. A Iceta ya se le vio el plumero cuando saludó con entusiasmo las presuntas declaraciones de Felipe González en La Vanguardia pidiendo para Cataluña el estatus de Nación.
El PP dirá que en vista de la nula capacidad de convocatoria demostrada por Rivera, la obligación de Ciudadanos es hacerse a un lado y dejar que sea el PP de Rajoy el catalizador de la unidad de España.
Total: que los ciudadanos asistiremos una vez más, atónitos y despagados, al espectáculo de ver cómo los partidos que se autoproclaman españoles se tiran los trastos a la cabeza mientras la idea que dicen defender se queda indefensa.
Lo segundo que ocurrirá si fracasan los independentistas es que el Gobierno, tal y como ya adelantó el ministro Margallo hace unos días, volverá a abrir el tenderete del alpiste (el copyright es de Más) para saciar la voracidad reivindicativa del nacionalismo separatista, con el estúpido convencimiento de que esta vez su hambre de independencia quedará ahíta para siempre. No bastan 30 años de contumacia en el error para darse cuenta de que ninguna transferencia, dádiva, reforma legal o cesión de competencias que no suponga la definitiva separación de España servirá para otra cosa que no sea debilitar al Estado y hacer más fuerte –y más hambriento aún– al causante de su debilidad.
El movimiento independentista nunca renunciará a conseguir el todo de su demanda. Nunca se conformará con una parte de él, porque su todo no es divisible. La independencia territorial, a diferencia de la autonomía, no es un concepto graduable. O existe o no. Por eso no hay negociación posible.
Lo tercero que ocurrirá si fracasan los independentistas es que no admitirán su derrota. Dirán que aceptan el resultado, degollarán a Mas en la pira sacrificial, agacharán la cabeza durante una temporada y luego, más pronto que tarde, comenzarán a reclamar nuevas concesiones a cambio de no volver a izar la bandera estelada desde el balcón de la Generalitat. Es decir, que volveremos al chantaje de siempre. Conseguirán el reconocimiento nacional que les medio prometió González –y que el resto de la izquierda defiende sin ambages– y se harán fuertes en ese nuevo estatus, que les otorgaría la condición de ser sujeto de soberanía, para preparar un nuevo asalto al Estado a medio plazo, pero esta vez con más potencia de fuego: la que les otorgue el nuevo ropaje jurídico de la prometida reforma constitucional y el proselitismo cultural de un sistema educativo conectado desde hace lustros al influjo de lo anti español.
Mientras tanto, los líderes políticos de PP y PSOE pasearán satisfechos ante su electorado la derrota de la Vía Lliure, aliviados por el hecho de no haber tenido que comerse el marrón de plantarle cara a un Parlament de mayoría independentista. Nunca sabremos hasta dónde hubieran estado dispuestos a llegar para evitar la ruptura de España. Nos quedaremos con la duda de lo que hubiera pasado. Y, en cualquier caso, ganarán el tiempo suficiente para no pasar a la historia como los pardillos que mandaron a paseo quinientos años de razonable historia en común. Magro consuelo. Pan para hoy y hambre para mañana. Sólo un triste alivio a corto plazo. El proceso que se ha puesto en marcha no se detendrá por un posible traspié electoral el 27 de septiembre. Al contrario: se irá haciendo más poderoso a medida que crezca el avituallamiento del Estado. Y poco a poco se irá convirtiendo en un proceso imbatible.
¿Qué pasará entonces? Sólo se me ocurren dos respuestas a esa pregunta, y ninguna me parece especialmente buena. O bien la partida se acaba por muerte dulce, es decir, o la independencia llega como un paso más en el trayecto natural en que nos encontramos, sin que el Estado ofrezca mayor resistencia, o bien desemboca en una confrontación de fuerzas. Pero si eso es lo que tiene que pasar, ¿no sería mejor enfrentarse al adversario aquí y ahora, cuando su fortaleza es batible y su mayoría exigüa? ¿No es más razonable afrontar un desafío independentista refrendado sólo por poco más del cuarenta por ciento de los votos que esperar a que alcance el cincuenta o el sesenta? ¿Por qué aplazar la batalla a un momento más adverso, cuando sin duda será bastante más difícil de ganar? Ya que tenerla parece inevitable, salvo en caso de rendición o de derrota previa, mejor ahora que más adelante. Y luego, a quien Dios se la de, San Pedro se la bendiga.

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